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The Queen is Dead, Long Live the King

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Con la muerte de Isabel II llega a su fin una de las eras más complejas e inciertas en la larga historia del Reino Unido (cuerpo político que incluye Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte). 

La reina Isabel II nació hace 96 años durante el inquietante periodo de la entreguerra (entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial) cuando aún el poderío del imperio británico se extendía a los confines del planeta — desde las costas caribeñas de la Guyana, Barbados, Jamaica y Trinidad, pasando por la sabana africana y las selvas tropicales asiáticas hasta las nevadas cumbres del Paso de Khyber, frontera natural entre el lejano Afganistán y el subcontinente indio (hoy dividido entre las ex colonias británicas de India, Pakistán y Bangladesh).

Contrario a lo que algunos pudieran imaginar, la reina Isabel no nació siendo heredera al trono británico. De hecho, al momento de su nacimiento ni siquiera figuraba en la línea de sucesión inmediata a la Corona. Reinaba entonces su abuelo paterno Jorge V, quien a su vez había heredado el trono en 1910 a raíz de la muerte de su padre Eduardo VII (primogénito de la reina Victoria). Isabel era la hija mayor del príncipe Alberto (duque de York), segundo hijo de Jorge V y de la joven aristócrata escocesa Isabel Bowes-Lyon (hoy comúnmente recordada como la reina madre). El heredero al trono de Jorge V no era el padre de Isabel sino Eduardo, hermano mayor de éste, quien al momento de nacer Isabel en 1926 era príncipe de Gales. 

El escenario sucesorio cambió dramáticamente en 1936. Murió Jorge V en enero de ese año y en diciembre del mismo año Eduardo VIII (tío de Isabel) abdicó la Corona, que ahora recaía en el padre de Isabel. Fue ese el golpe de timón que inadvertidamente convirtió a la niña de 10 años en heredera de la Corona británica. Su accesión al trono finalmente se concretó en 1952 con la súbita muerte de su padre (quien reinó bajo el nombre de Jorge VI). Y fue así como aquella joven de 26 años, quien al advenir a la mayoría de edad en 1947 se había comprometido a dedicarle su vida (“whether it be long or short”) a la mancomunidad británica, se convirtió en reina.  

Comenzaba, pues, el reinado más largo en la historia británica — más largo aun que el de la reina Victoria (quien ocupó el trono por espacio de 63 años). Durante sus 70 años en el trono la reina Isabel, símbolo de la continuidad histórica e institucional que vincula a las naciones de la mancomunidad británica entre sí, presenció no solo la transformación política, económica y sociológica del Reino Unido y sus excolonias sino las transformaciones geopolíticas más significativas que han zarandeado al mundo desde la caída del Tercer Reich. 

Llegó al trono a mediados del segundo mandato del legendario Winston Churchill como primer ministro, en momentos cuando la cortina de hierro ya había comenzado a descender sobre Europa oriental y la Guerra Fría entre Washington y Moscú hacía de Europa rehén del fuego cruzado. Presenció desde primera fila la autodestrucción política del primer ministro Anthony Eden y la implosión del poderío imperial británico en el Oriente Medio a partir de la debacle de Suez de 1956. Entrada la década del 60, vio como sus primeros ministros Harold Macmillan, Alec Douglas-Home y Harold Wilson doblegados por imperativos domésticos y globales se vieron obligados a desmantelar (desde una posición de debilidad geopolítica) el vasto imperio británico — bajo el tutelaje de Washington durante las administraciones de Kennedy y Johnson. Para los años 70 y 80, vio como los Tories (bajo Edward Heath y Margaret Thatcher) y los Laboristas (bajo Harold Wilson y James Callaghan) intentaron con poco éxito restructurar tanto la base industrial así como el estado benefactor inglés que había nacido al calor de la Segunda Guerra Mundial — y el prestigio militar británico en la guerra contra Argentina por el control de las Malvinas. 

Ya para los años 90 el mundo lucía muy distinto al que Isabel había encontrado en 1952. Ya para ese entonces vio como el Nuevo Laborismo de Tony Blair replanteó la relación constitucional con Escocia y Gales, la devolución de Hong Kong a China, a la vez que acababa con la mayoría de los escaños hereditarios en la Cámara de los Lores desmantelando así los privilegios políticos de la alta aristocracia. Y de ahí al Bréxit que tanto daño le ha hecho a la economía británica — hoy cuando la libra de esterlina atraviesa su peor momento y la crisis del alto costo energético amenaza con sumir al gobierno que recién se estrena de la conservadora Liz Truss en una crisis fiscal mayor.

La reina Isabel ha muerto en un momento de gran precariedad e incertidumbre geopolítica y fiscal para el Reino Unido — su muerte abre una caja de Pandora que muy bien pudiera llevar a que una cantidad significativa de países de la mancomunidad, tal y como hizo Barbados a finales del año pasado, decida convertirse en república con tal de no tener a Carlos III como su nuevo jefe de estado. 

Si el desafío que se cernía sobre Carlos I a mediados del siglo 17 era mantenerse con vida ante la insurrección de Oliver Cromwell (cosa que no logró y por eso perdió la cabeza), el desafío que hoy se cierne sobre Carlos III es a un mismo tiempo geopolítico, doméstico e inclusive familiar. La permanencia de la monarquía constitucional en el Reino Unido en gran medida dependerá de la capacidad (o incapacidad) de Carlos III para la mesura, la diplomacia y la transparencia. 
Bien haría Carlos III en mirarse en el espejo de su madre Isabel II.  

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