En cualquier lanzamiento espacial los retrasos y aplazamientos son frecuentes. El director de vuelo, con un cohete de 2.000 millones por intento en la plataforma, no puede arriesgarse a dar el visto bueno si no cuadran todos los parámetros. Además, cuenta con dos nuevas oportunidades: la primera, el 2 de septiembre, y la segunda el lunes 5.
En el caso del Sistema de Lanzamiento Espacial (SLS, en sus siglas en inglés) el problema que obligó a detener la cuenta atrás 40 minutos antes del “cero” se refería a uno de los cuatro cohetes principales: los sensores detectaron problemas en el flujo de hidrógeno que debía enfriar las campanas de los motores antes del encendido. Esta es una operación imprescindible que aprovecha el frío del líquido criogénico para proteger el metal de las altas temperaturas del escape. Los ingenieros pidieron 10 minutos para comprobar lo que ocurría, pero la cuenta atrás no volvió a ponerse en marcha.
El cohete lleva 775 sensores que tratan de medir hasta el último detalle del vuelo. La mayoría, en la sección de cola, conectados entre sí por casi treinta kilómetros de cable. Sus mediciones se coordinan a través del computador de vuelo, instalado dentro del mismo cohete. No es un procesador muy moderno: un derivado del G3 que equipaba a los ordenadores Macs de hace más de veinte años. O, si se prefiere otra comparación, está entre un Pentium II y un Pentium III.
Además, se han detectado fisuras en el aislamiento que recubre la sección entre los depósitos de hidrógeno y oxígeno, aunque esta no era una razón suficiente para el aplazamiento. La reducción de flujo de hidrógeno en un motor sí lo es.
Medio millón de dólares
Al manejar combustibles criogénicos, el problema de las dilataciones y contracciones del metal es formidable. Cuando se llena con líquido a 250 grados bajo cero, el depósito de hidrógeno se contrae 15 centímetros en longitud. Todas las conducciones de fluidos y cables que pasan junto a él terminan en juntas de acordeón para que puedan adaptarse al cambio de tamaño. También la gran tubería que lleva oxígeno desde el tanque superior hasta los motores. Excepto que esta corre por el exterior del cohete para no verse afectada por las bajas temperaturas del hidrógeno. Si pasase por el interior, el oxígeno (que solo está a 180ºC bajo cero) se congelaría en un bloque sólido.
El aplazamiento no le saldrá barato a la NASA. Vaciar y volver a llenar los tanques representa un coste de alrededor de medio millón de dólares (la misma cantidad en euros), más otro tanto en gastos de personal. Gran parte de los fluidos se recupera, pero es imposible evitar pérdidas debido al calentamiento que provocan las bombas de vaciado. Más el que se pierde simplemente por evaporación para que la presión en el interior del depósito no aumente hasta niveles alarmantes. Son las nubes blancas que se ven surgir de sus costados mientras está en la plataforma.
La órbita escogida para Artemis I plantea muchas restricciones en cuanto al momento del lanzamiento. La próxima oportunidad será el viernes 2 de septiembre.
Una pesada tradición
Los retrasos en el lanzamiento son una tradición ya desde los primeros años de la astronáutica. A veces, por motivos técnicos, por lo general —como esta vez— asociados con los sistemas hidráulicos. Algunas naves como el ya retirado transbordador utilizaban tres computadores para controlar el estado de los sistemas de a bordo. En caso de detectarse un fallo, las tres máquinas “votaban” para decidir si se cancelaba o no el lanzamiento, a menos que se tratase de un fallo realmente catastrófico.
La segunda causa de cancelación más usual son las condiciones meteorológicas. No solo ha de hacer buen tiempo en tierra. Tampoco se acepta la proximidad de tormentas eléctricas (el Apolo 12 fue alcanzado por un rayo durante el despegue) ni vientos fuertes en altura, no porque amenacen con desviar la trayectoria, sino porque pueden inducir esfuerzos peligrosos en el cuerpo del cohete. Este lunes, durante un momento de la cuenta atrás, las condiciones del tiempo tampoco hubieran permitido el lanzamiento.
Eso es lo que sucedió hace muchos años, en 1962, en el despegue de John Glenn, destinado a convertirse en el primer estadounidense en orbitar la Tierra. Glenn entró y salió de la cápsula (y este era un proceso que requería horas) en 10 ocasiones, dos al detectarse fugas de combustible y el resto, por empeoramiento del tiempo.
Son pocas las veces que un lanzamiento se aborta cuando el cohete ya está en el aire. En 2018, el portador del Soyuz M-10 falló a poca altura y los cohetes de escape tuvieron que arrancar la cápsula con los dos astronautas a bordo. Eso probablemente salvó sus vidas, aun a costa de un buen vapuleo durante la caída.
Más espeluznante fue el caso del Gemini 6, en diciembre de 1965. Los motores del cohete se encendieron y apagaron en cuestión de segundos, cuando aún no se había alzado. Los dos astronautas vieron que el cronómetro estaba en marcha, pero no notaron el empujón, así que resistieron el impulso de eyectarse de la cápsula.
Fue una suerte. Las Gemini no usaban torre de escape, sino asientos expulsables como los de los aviones, basándose en la peregrina teoría de que aunque el cohete explotase, la bola de fuego no sería muy grande y los astronautas podrían caer lejos de ella. Lo que nadie pensó es que sus escafandras iban saturadas de oxígeno y en caso de saltar, probablemente las llamas las hubiese incendiado, con sus ocupantes dentro.
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Fuente: https://elpais.com/ciencia/2022-08-29/por-que-se-ha-cancelado-el-lanzamiento-de-artemis-un-motor-que-no-enfriaba-y-dos-oportunidades-mas.html