En los rincones del inconsciente vibra un universo ficticio; un orden cósmico que subyace en cada una de nuestras acciones y que sirve como soporte al relato racional de nuestra mitología. En esa zona pantanosa de origen ancestral conviven dioses y diablos, criaturas angelicales y simoniacas; manzanas, hojas de parra, serpientes y destierros, diluvios, plagas y sequías, es decir, un sinfín de seres, frutos y hechos donde destaca la cabeza estrellada de una criatura viscosa que desprende el hedor de los cuerpos putrefactos.
Se trata de una bestia con un lucero en la frente cuyos tentáculos nos atrapan en sueños y amenazan nuestra vigilia. Pertenece a una mitología pegajosa que, una buena noche, un apocado escritor de Providence decidió liberar sobre un papel en blanco. Porque si a H. P. Lovecraft le sobraba algo, ese algo era el insomnio.
Tras su temprana muerte, sus amigos más cercanos resolvieron publicar aquella muestra de dioses paganos, editándola en gruesos volúmenes que traían incomprensibles descripciones jeroglíficas en sus lomos. De esta manera, la mitología de Cthulhu se abrió paso hasta el tiempo presente y sus seres monstruosos aparecieron arrastrándose a través de los pasillos ciegos de nuestro inconsciente dejando señales de vida y restos de necesidad y de muerte.
Para las personas que aún no estén iniciadas, baste aquí recomendar Los mitos de Cthulhu (Alianza), donde el psiquiatra Rafael Llopis llega a completar el ciclo del horror cósmico a través de las distintas narraciones que forjan la última mitología; un conjunto de criaturas imaginarias creadas por un escritor enfermo de insomnio y de literatura cuya obra debería recetarse en las consultas médicas. Sin duda, el universo de Lovecraft resulta curativo para estos tiempos de trauma colectivo, donde los rincones de nuestro inconsciente necesitan liberarse de terrores cotidianos.