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La máquina del azar

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Suelen decir quienes frecuentan la Taberna Errante que el primer vaso de su famosa cerveza azul propicia las discusiones filosóficas, el segundo las inflama y el tercero las apaga
Suelen decir quienes frecuentan la Taberna Errante que el primer vaso de su famosa cerveza azul propicia las discusiones filosóficas, el segundo las inflama y el tercero las apagaunsplash

Suelen decir quienes frecuentan la Taberna Errante, en el planeta fronterizo Münchhausen, que el primer vaso de su famosa cerveza azul propicia las discusiones filosóficas, el segundo las inflama y el tercero las apaga (por colapso neuronal de los debatientes).

Aquella noche, los dos clientes que, acodados en la barra, discutían en voz baja y mirándose de reojo, iban por el primer vaso, de modo que el debate generation sosegado.

-El azar es un concepto inaprensible -decía uno de ellos, un enjuto anciano de largo cabello blanco-, y tal vez no sea más que una entelequia. Ni siquiera podemos definirlo si no es por exclusión, como supuesta ausencia de la omnipresente causalidad.

-No es tan inaprensible -replicó el otro, algo más joven y completamente calvo-, puesto que podemos generarlo.

-¿De veras? Los algoritmos generadores de números aleatorios basados en congruencias numéricas en realidad producen ciclos previsibles, y solo son útiles porque, a efectos prácticos, nos basta con conseguir algo vagamente parecido al azar.

-Si no te fías de los generadores informáticos, puedes recurrir a los físicos.

-Tirar los dados o lanzar monedas al aire introduce el caos, no el verdadero azar. El caos oculta la causalidad tras una neblina que nuestros ojos miopes no pueden penetrar; pero el determinismo sigue ahí, intacto, y “azar” es solo uno de los nombres que damos a nuestras limitaciones y a nuestra ignorancia.

-En ese caso sí -intervino el tabernero desde detrás de la barra, mientras volvía a llenar los vasos de los debatientes.

-¿Y en qué caso no? -preguntó el de cabello cano.

-Contestaré con una anécdota reciente -dijo el tabernero bajando la voz, como si se dispusiera a contar un secreto-. Hace unos meses visitó mi humilde taberna una pareja de sucuas (superinteligencias cuasidivinas, ya sabéis), y en un momento dado quisieron echar a suertes alguna decisión relacionada con sus inescrutables designios. Y para ello me pidieron un tablero de ajedrez.

“Eminentísimas cuasidivinidades -dije yo perplejo-, ¿no queréis unos dados, si de decidir al azar se trata?

“Para nuestras supermentes y nuestros supersentidos -replicaron a coro las sucuas-, los dados, de movimientos caóticos pero deterministas, son tan predecibles como una moneda lanzada al aire por uno de esos hábiles tahúres que frecuentan tu taberna. Pero nuestros cerebros, como el tuyo, no son meras máquinas deterministas, y dado que ambas poseemos idénticas capacidades combinatorias, será el azar cuántico que anida en nuestros microtúbulos neuronales el que decida el resultado de una partida de ajedrez”.

Los textos de esta serie son breves aproximaciones narrativas a ese “gran juego” de la ciencia, la técnica y la tecnología, tres hilos inseparables de una misma trenza, que está transformando el mundo cada vez más deprisa y en el que todas/os debemos participar como jugadoras/es, si no queremos ser meros juguetes.

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