Tras una semana de idas y venidas entre la organización, la CNMV, partidos políticos pidiendo su suspensión, y tertulias de mañana y tarde llamando a expertos de todo pelaje para opinar al respeto, el pasado fin de semana se celebró en Madrid un evento crypto multitudinario que, a pesar de la polémica, resultó ser uno de tantos encuentros insustanciales que tienen lugar a lo largo del año en la capital. Ni los intentos fallidos de conectar con un metaverso de cartón piedra, ni la mesa de políticos salvadoreños, tan llenos de fervor patrio como vacíos de conocimientos, hicieron de este festival algo inolvidable. Lo que sí nos ha dejado es un ya viejo debate entre una determinada manera de entender el mundo crypto, ese en el que los protagonistas se ven a sí mismos como unos mavericks que luchan contra el sistema —mientras se forran de camino a Andorra— y el resto los percibe como al tonto del timo del tocomocho, en el que funciona en perfecta armonía el efecto Dunning-Kruger junto con la avaricia. En este timo, la víctima sufre, al mismo tiempo, el engaño y la vergüenza en un giro moral que acaba protegiendo al timador. Nadie quiere reconocer que es tan codicioso y tonto al mismo tiempo.
Como todo debate abierto en los últimos años, nos encontramos ante bandos irreconciliables. Para los que no entienden, desprecian o desconfían de los criptoactivos, el Bitcoin es un tongo como las lunas de Raticulín, un invento sin sentido ni recorrido cuando no una estafa que engancha a nuestros jóvenes a los juegos de azar. A este grupo los recientes criptocrashs y criptocorralitos impuestos por algunos operadores les están dando grandes momentos de razón desmesurada. El mayo sangriento y el junio salvaje han dejado el campo de batalla lleno de cadáveres, algunos de ellos, como el de la stablecoin UST y la criptomoneda Terra (LUNA). Este activo, que se vendía como seguro, inmortal y colateralizado, se dejó el 99,99% de su valor en tres días, succionando sin piedad todo el dinero de sus inversores. La suspensión de retiradas o “pausa” de operaciones de Binance, Celsius, Babel Finance, la fintech española 2gether y Coinbase, han dejado un mercado maltrecho y un reguero de despidos. En el caso de Coinbase, una pérdida de un 80% de su valor en bolsa y un 18% de su personal en la calle. En el caso de Celsius, como se hacía temer, la historia ha acabado con una suspensión de pagos, y la pausa de operaciones, en una imposibilidad de recuperar el dinero invertido.
La debacle no ha sido menor. Como señalaba Forbes, hemos presenciado el derrumbe de un mercado de un billón de dólares que se ha desvanecido. La caída libre de Bitcoin, Ether y otras criptomonedas ha llevado al apagado masivo de máquinas de minado inundando el mercado de equipos a precio de saldo. Los mineros de Ethereum gastaron 15.000 millones de dólares en tarjetas gráficas que no van a poder recuperar. Por si fuera poco, la FTC ha cuantificado los criptotimos en mil millones de dólares entre enero de 2021 y marzo de 2022. Más de 46.000 personas han perdido su dinero y casi la mitad de los estafados fueron captados por un anuncio, publicación o mensaje en redes sociales. Por si fuera poco, parece que la descentralización y anonimatos iniciales de bitcoin fueron, también, una filfa.
Al menos todo esto tiene un lado positivo: el apagado de máquinas de minado supone una reducción del consumo de energía equivalente a un país como Austria, y una reducción de las emisiones de carbono en 110 000 toneladas métricas de CO₂ diarias.
Este panorama está lejos de desanimar a los creyentes que, frente a los datos demoledores, consideran a los críticos de la cosa cripto unos boomers, carne de libretilla de ahorros que se resisten al cambio. Este equipo no es monolítico: tenemos criptobros, que han venido aquí a “holdear con huevos”, los románticos del ciberpunk y los prácticos. Los hay que llevan en esto desde que Satoshi iba al colegio y los que se han incorporado para hacer negocio. La tecnología subyacente se usa para todo, ¿quién no querría un blockchain en su vida? Y los mineros románticos que minaban en sus casas al ritmo de Antonio Molina fueron sustituidos por las granjas del Yangtze que usaban su energía hidráulica para producir criptomoneda. Todos tienen algo en común, desde la fe o el interés, y es que creen que los criptoactivos tienen un hueco en el imaginario humano.
¿Cómo conciliar esta discusión de escépticos y creyentes cargada de evidencias, datos, y, lo que es más importante, de testosterona presente en unos y añorada en los otros? La neurocientífica Lisa Feldman Barrett y su Siete lecciones y media sobre el cerebro establece algo inquietante y fascinante a partes iguales: nuestro cerebro crea realidades a las que les damos entidad propia. Como las líneas en el suelo a las que llamamos fronteras y sobre las que construimos países, lenguas, ciudadanos y por las que estamos dispuestos a matar y morir. O como el dinero. “La mayor parte de nuestra vida transcurre en un mundo inventado” mantiene Feldman. “Vivimos en una ciudad o en un pueblo cuyo nombre y cuyas lindes son obra de personas. Nuestra dirección postal está escrita con letras y otros símbolos que también fueron ideados por personas. Todas las palabras impresas en todos los libros, utilizan esos símbolos inventados. Podemos adquirir libros y otros bienes con algo llamado “dinero”, que representamos mediante trozos de papel, metal y plástico, también algo completamente inventado”.
Si podemos aceptar que los inmigrantes existen en razón de las líneas que dibujamos en los mapas, también podemos admitir que las criptomonedas, los criptoactivos, son tan reales como los euros o los yenes, aunque con muchos menos años de tradición. Alguien me dirá que el euro es una realidad social inventada con la que paga la electricidad y que con los dogcoins no puede ni comprarse un café. Cierto. Pero lo que separa a unos y a otros es tiempo, y, lo más importante, la confianza. Nuestras creaciones funcionan en la realidad porque confiamos en ellas. Y la confianza se construye a partir de su utilidad, con tiempo, certidumbre y buenos resultados repetibles a lo largo de ese tiempo.
La discusión que deberíamos tener con respecto a los criptoactivos no es sobre si creemos en ellos de manera acrítica y sectaria, como algunos de los asistentes al crypto evento del fin de semana, o si los odiamos porque no los comprendemos o ponen en cuestión nuestra manera de hacer las cosas, como algunos de sus críticos, sino si son útiles, sostenibles, razonablemente seguros y respetan los derechos fundamentales. La mayor parte de los productos financieros son también incomprensibles, pero nos fiamos porque se regulan y, cada vez que fallan, se regulan más.
En esa línea va la UE y MiCA (acrónimo de “markets in crypto-assets”) recientemente aprobada y que impone obligaciones a los proveedores de servicios de criptoactivos o CASP por sus siglas en inglés (emisores de criptoactivos, plataformas de intercambio, etc.), que estarán sujetos a licencia y supervisión. Las stablecoins, como la difunta Terra/Luna, serán también objeto de supervisión cuasibancaria, al atribuírsele a la Autoridad Bancaria Europea (EBA) este cometido. Para evitar los timos nigerianos, la publicidad deberá ser “justa, clara y no engañosa”.
No es la única regulación. Las administraciones tributarias del mundo llevan yendo a la caza de los criptoactivos como si fueran dinero, estableciendo obligaciones de notificación y pago sobre sus rendimientos. Si el dinero se inventó, como mantenía el antropólogo David Graeber, para pagar impuestos y no para solventar el problema del trueque, las criptomonedas existen por obra y gracia de Hacienda.
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